jueves, abril 28, 2011

Loco por culpa del Tamarindo



Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Si bien no conozco todo lo que se escribe en Bolivia, mucho de lo cual permanece y permanecerá escondido por nuestra característica de adrede y obligado culo del mundo, me gusta afirmar que la obra de Darwin Pinto Cascán (Santa Cruz, 1978) es el intento más serio y más talentoso de la nueva novelística cruceña y boliviana, de adentro y de afuera. Trabajo de imaginación desbordante, sus dos novelas: Sabayoneses y la pronta a aparecer, El Tratado sobre la Gangrena, lindan en su prosa con lo mejor de cualquier literatura. Hay detalles, a los cuales ninguno de los que escribe es inmune, que llaman por un buen editor que realice algún trabajo de maquillaje, asuntos de ‘orfebrería’ que ni tocan la calidad del lenguaje y argumento. Ricardo Bajo, en crítica de Sabayoneses, dice algo como que esta vive lejos del onanismo intimista de otros creadores, y tiene razón. Las metas del joven escritor no pasan por el triste reconocimiento de cierto verbo pulimentado. Pinto ha apostado por la épica de su arte, por un conjuro de lo poderoso que la escritura suele dar.
Los dos volúmenes forman parte de una trilogía que yo preferiría llamar tríptico (con la tercera parte todavía inédita), cuyas características de ambigüedad entre elementos contradictorios presente y pasado, vida y muerte, por anotar un par prestan una dinámica que obliga al lector a leer el texto de corrido y a quedarse con las ganas de descubrir el final de la saga, que posiblemente jamás termine.
Periodista, cuentista, músico, poeta rural converso en urbano, inquieto, activo, irascible, tantos adjetivos para descorrer el velo de un escritor mayor, aquel que no se conforma con la efímera gloria de los triunfos y que aspira a más, que supone estar perdiendo su tiempo en las horas que pasan porque son eso, nada más que horas, convenio para mentirnos que crecemos y envejecemos cuando la pródiga epopeya de sus personajes -en su caso particular- demuestran lo contrario.
Una línea de cierta preciosa canción colombiana que me recuerda el ambiente de Álvaro Mutis reza: barranquillero que baila arrebatao. Y como arrebatado se define Pinto, insatisfecho por el tiempo que ‘fabrica demoras’. Cuando pienso que ya a sus 33 ha creado un espacio mítico, presupongo lo que se viene. No es escritor que se amilane ante las posibilidades ni hombre que se arredre ante un destino. Ello no puede dar otro resultado que la solidez de una obra en un contexto que caracterizaría de monumental. No veo en el país, ni fuera de él entre los nuestros, esta calidad imaginativa, la destreza de conjuncionar sus fantasmas y sus quereres, lecturas y héroes y antihéroes, seres irredentos que aúnan violencia a ternura y que no respetan, como su creador, ni cronología ni límites entre tiempo, espacio y geografía. De pronto es Bolivia en la incandescencia del Chaco, en la plata de las montañas de San Brandán, que sugiere Potosí a su vez que al monje irlandés errante y ubicuo en los mares atlánticos; de pronto un puerto en una región tropical asociable con Santa Cruz, en donde varan barcos piratas y los ingleses que los capitanean muestran ser como son ellos, no solo caballeros de fortuna sino también caballeros a secas. A ratos Tolkien, o los cronistas de Indias, o el horror viscoso y oscuro que abunda en la Providence de H. P. Lovecraft.
Una familia, los Drake, es su saga. Alrededor, y por doquier, se mueve el resto, asociado siempre a los avatares o caprichos de la dinastía fundada por Antanas, desde la pobreza, en la ribera de un río, en el extremo del mundo, afín a los aventureros de Verne, a las poderosas parentelas de la Malasia de Salgari, junto a la pesadez del sur profundo que adquiere de Faulkner y el éxtasis cálido del Macondo de Gabo, aunque, lo aclara el autor, su Santa Rosa es Santa Rosa y no Macondo.
Llaman la atención sus nombres que, otra vez, dan pauta de la vastedad del universo que transita Darwin Pinto. Ejemplos como el pueblo de Sanjuancagado o la fortaleza de Bellasniguas, en aluvión de referencias jamás gratuitas, que escarbando en ellas descubren las magias de los pueblos ancianos, la euforia y asombro de la conquista, el tesón de los exploradores que en el ártico siberiano descubren mamuts preservados en hielo (los pobladores de las villas de los Drake excavan civilizaciones mantenidas en frío, dinosaurios frescos y tiesos, que servirán de alimento, porque nada hay mejor en esta tierra que la sopa de dinosaurio). Luego de la comilona, en un preciso momento del drama, invaden los negros pájaros del Rey Buitre que se refocilan con los despojos antediluvianos, mientras Belle Almanegra, eterno amor de Antanas, condenada a jaula por adúltera, y después basamento vivo de la casa: hogar y palacio, refugio y gobierno, sufre la eternidad de su deseo, mientras que los descendientes de los Drake, cada uno, van fundando una tragedia personal cargada de rencores, sueños, ambiciones, memorias, miedos, ilusiones, que combaten con máuser o pistolones confederados, pero que no sirven para resistir un destino que parece predispuesto y que al final quizá no lo esté.
El ejército descalzo, la Guerra de las Cinco Naciones, Nanawa, Andrés de Santa Cruz, Junín, escenarios que se nos antojan conocidos y que se amalgaman con fantasías y alusiones en un fascinante y estrepitoso mundo de necedad y grandeza, de dantescos tamarindos.
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